mi casa 6 – Japón, la segunda vez
Después de hacer la maestría decidí regresar a Japón. Encontré una plaza para enseñar inglés en un instituto de jóvenes que se formaban para ejercer la hostelería y el turismo, en Yokohama, una ciudad cerca de la metrópoli, Tokio, y allí me fui.
Anteriormente, había vivido una experiencia rural en el campo japonés, ahora quería una experiencia urbana; con movida, luces de neón, y lo clásico: el viaje diario en un metro lleno hasta arriba de gente. También me atraía aprender más sobre ese rompecabezas que era entender la cultura japonesa: saber leer, escribir y hablar el idioma, etcétera.
¡Uf, madre mía! ¿Qué me encontré?
Mucha gente, mucho tiempo para ir de un sitio a otro, muchos gastos: vivienda, transporte, agua, luz, teléfono, basura, etc. Gané suficiente para cubrir estos gastos, pero después de sentir la presión y la congestión humana día, tras día, y de pagar todo, al final yo no tenía vida. Ni dinero.
Busqué otro trabajo. Pronto lo encontré como profesora de inglés en la Facultad de Derecho, Ciencias Políticas y Administración Pública de la Universidad de Kitakyushu. Lo acepté enseguida. Envié por paquetería mis pocas pertenencias de Yokohama a Kitakyushu. Todo fue un sueño. Los gastos básicos, mucho más económicos, mis compañeros de trabajo, los estudiantes, las instalaciones y hasta algunas personas de la administración eran un encanto. Además llegaba en 30 minutos a la Facultad, yendo en bicicleta y haciendo un viaje muy grato por la vera de un río. Me quedé 5 años.
Tenía alrededor de 400 alumnos y nueve clases por semana, repartidas en los días: lunes, martes y miércoles. Los jueves y viernes los tenía para la preparación, corrección de tareas y atender las horas de despacho. Durante algunas temporadas la universidad se convirtió en mi casa. Al comenzar y terminar el año siempre eran períodos estresantes y ajetreados: las altas y las bajas en el registro de las clases, los casos “urgentes”, casos “especiales”y todo del último momento.
El período central del año tenía sus propios altibajos de exámenes y vacaciones, pero había algo seguro en el ritmo del calendario escolar y esto me permitía organizar bien mi tiempo. Además de mis clases universitarias, pudiera hacer cursos semanales en el centro municipal de mujeres, cursos especiales para ONGs y gestionar uno o dos proyectos de investigación al año.
Tenía un despacho cómodo y amplio en la facultad. Había un sofá azul de pana y de vez en cuando me echaba una siestecita; una nevera donde guardaba mi comida (mi “obento”) y una o dos cervezas. Un rincón con un armario para la ropa, un pequeño lavabo y un espejo.
Me gustaba la comunidad universitaria y nos llevábamos bien. Me sentía muy a gusto en aquel lugar.
Todavía puedo imaginar el campus y cómo era. La mayoría de los edificios eran de los años 60, de 3 a 5 plantas. Había un solo edificio “moderno” que tenía dos ascensores de cristal que funcionaban por la fachada. Lo inauguramos durante mi primer año de trabajo allí y era un orgullo para la universidad comunitaria. La colección de la biblioteca era corriente, pero los bibliotecarios fueron amables y compraron nuevos libros a petición. El campus tenía árboles y jardines sencillos pero bonitos. Los jardines japones tienen algo de espiritualidad que les impide ser feos.
Y mi despacho, mi querida segunda casa de aquellos años: en el edificio número 5 (así se llamaba), la quinta planta, salir del ascensor y doblar a la izquierda y al final del pasillo, mi despacho era el último de la izquierda. Pasé unos años muy contentos, estimulantes y productivos allí, en la universidad. Me hace feliz acordarme lo. A pesar del paso de los años, todavía este lugar y su gente me tocan el corazón.